La libertad, los derechos básicos y la Constitución

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Por Jorge Francisco Cholvis para Argentina en Red

Las Constituciones han de revelar una preocupación particular para que los principios en ellas insertos no sean sólo declaraciones, sino que deben procurar impulsarlos para que se cumplan realmente. El Estado deberá estar ampliamente interesado en que los derechos y libertades de los ciudadanos sean eficazmente garantizados por todos los medios materiales, organizativos y jurídicos. Las normas de política económica constitucional han de determinar el desarrollo estable y dinámico de todas las ramas de la producción social. Sobre esa base no sólo será posible proclamar y establecer en la Constitución un amplio conjunto de derechos socioeconómicos, sino también asegurarles su cumplimiento. La vigencia de esos derechos fundamentales es condición necesaria para una vida acorde a la índole del ser humano.

 

Se repara en que, para una inmensa cantidad de personas, la libertad concebida como una cualidad inherente a su naturaleza no es más que una prerrogativa estéril, desde el momento en que no están en condiciones de disfrutarla efectivamente ¿Qué importa que el hombre sea libre de pensar si al expresar su opinión queda expuesto al ostracismo social; qué importa que sea libre de discutir sus condiciones de trabajo si su situación económica le obliga a plegarse a la ley del empleador; que sea libre de organizar sus diversiones, si la preocupación del pan cotidiano le absorbe todo el tiempo; que sea libre de desarrollar su personalidad por la cultura y la contemplación de un universo abierto a todos, si le falta materialmente el mínimo vital …? El contraste entre la libertad que la filosofía clásica reconocía a su esencia y la servidumbre cotidiana en que le tiene sometido su existencia conducía así a denunciar como un engaño esta libertad que se pretendía inscripta en la naturaleza humana. La verdad es que la libertad no es un hecho preexistente que hay que proteger: es una facultad que hay que conquistar1.

Si en siglo XIX se interpretó que debía resguardarse a la persona humana de los avances que sobre su libre actuación podía realizar el Estado, lo que en esencia fue reinstalado por el “neoliberalismo” que se aplicó en el último cuarto del siglo XX y actualmente, ante las consecuencias que ello dejó y las nuevas circunstancias económicas, políticas y sociales que estamos viviendo, puede afirmarse que reiterar un enfoque sobre los derechos básicos del hombre en base a los criterios que dichos “modelos” contienen o, proponer una concepción de un Estado “prescindente” al estilo de los que nos llevaron a la situación actual, constituye un claro anacronismo histórico. 

Los derechos del hombre tal como antes los enunció la Declaración de la Asamblea Francesa de 1789, eran facultades inherentes al individuo, cuyas posibilidades a él solo correspondía lograr. En ella, respecto del Estado, los derechos no tienen otra cualidad que la de ser “inviolables” e incitan más a la abstención que a la acción, y por esto precisamente esos derechos constituyen el fundamento de la democracia liberal. Esta concepción afirma dogmáticamente que la libertad es indivisible, y en consecuencia, postula aun que no se puede divorciar la libertad civil o política de la libertad económica, cuando es sabido que el régimen de libertad contractual que surgió como fruto de los ideales de igualdad y de libertad sustentados por el liberalismo para alcanzar las metas de prosperidad y de progreso pusieron paulatinamente de manifiesto sus profundas injusticias y contradicciones. Como se aprecia, cuando vemos, por ejemplo, que el trabajo humano no obstante constituir el primer factor en cualquier esquema de producción, fue envilecido, al dejárselo sujeto a las leyes de la oferta y la demanda, que finalmente se traduce en la contemporánea “flexibilidad laboral”. 

 

Así la desocupación y el pauperismo de los trabajadores, en medio de la opulencia del progreso material, ya demostraron que la libertad contractual no era tal si los individuos no poseían igual fuerza para imponer sus derechos, y que las instituciones políticas y jurídicas liberales que limitaban la intervención del Estado a la simple conservación del orden público, conducían a la injusticia, a la par que creaban irritantes diferencias entre los sectores que poseían el capital y la propiedad, y los que sólo estaban en condiciones de aportar su trabajo. 

Las consecuencias de esta teoría se advierten en otros órdenes de la actividad del hombre. En última instancia, esa política lleva a la concentración del poder económico, lo que es la negación de la misma libertad que se invoca. Por esta razón esa libertad económica que es la que se encuentra en cuestión, no puede mantenerse en el mismo plano de otras libertades esenciales del ser humano. Por el contrario, ella merece no pocas restricciones en pos del progreso social.

 Esas experiencias del siglo XIX, y también las que se aplicaron en las primeras décadas del siglo XX y durante su último trecho contemporáneo, demostraron que la libertad civil, la igualdad jurídica y los derechos políticos no llenan su cometido si no son complementados con reformas económicas y sociales que le permitan al hombre gozar de esas conquistas. Es así que además del catálogo de garantías que preservan los derechos individuales fue necesario ir incorporando nuevos derechos económicos, sociales y culturales, y diseñar instrumentos jurídicos de protección suficientes para resistir el avasallamiento económico, como también instituir nuevos medios para la defensa de la integridad de esos derechos. 

Los derechos y libertades reconocidos a los individuos no pueden ser prerrogativas abstractas sino que deben encontrar las posibilidades de su cumplimiento en la estructura social y económica del país. Y si bien el Estado promueve la realización de los derechos mediante la organización adecuada de la sociedad, no basta con admitir que los gobernantes deben tomar a su cargo el bienestar colectivo: es preciso fijar, además, la medida de las prerrogativas que supone esta responsabilidad y definir los medios que la autorizarán a asumir.

En el contexto de ideas en que se sitúa la democracia social, los derechos ahora son exigencias, su contenido está fijado en función de una necesidad de la que no son más que la consagración jurídica. El esfuerzo ha de radicar en enervar esos desniveles que la realidad ofrece y que vuelven lírico más de un derecho o de una libertad proclamada. La exigencia de este tiempo constituye la necesaria efectividad de los derechos, su afirmación enérgica en los hechos. En todo caso, en esta concepción que ya se sostuvo en el siglo XX antes de que se instale el modelo “neoliberal”, los derechos se llamaron sociales porque se reconoce, no a un ser abstracto, sino al hombre situado (el hombre colocado en la realidad), del que la dependencia respecto del medio lo convierte en lo que es. Por otra parte, el calificativo social, unido a esos derechos significa también que son créditos del individuo contra la sociedad.

En verdad, la democracia política y el compromiso para lograr los derechos económicos se sustentan mutuamente. El bien común exige que haya justicia para todos y que se protejan los derechos humanos de todos. Pues el bien común comprende al conjunto de condiciones sociales que favorecen la existencia y el desarrollo del hombre; al medio social propicio, al orden justo para que la persona se realice. Económica y socialmente, el beneficio de la democracia se traduce en la existencia, en el seno de la colectividad, de condiciones de vida que aseguren a cada uno la seguridad y la comodidad adquiridas para su dicha. “Una sociedad democrática es, pues, aquella en que se excluyen las desigualdades debidas a los azares de la vida económica, en que la fortuna no es una fuente de poder, en que los trabajadores estén al abrigo de la opresión que podría facilitar su necesidad de buscar un empleo, en que cada uno, en fin, pueda hacer valer un derecho a obtener de la sociedad una protección contra los riesgos de la vida. La democracia social tiende, así, a establecer entre los individuos una igualdad de hecho que su libertad teórica es impotente de asegurar”2.

 A fin de afianzar cabalmente los derechos humanos y la plena dignidad personal es necesario garantizar el derecho al trabajo, a la educación, a la salud y nutrición, mediante la adopción de medidas tanto a nivel nacional como internacional, entre las que se destaca el establecimiento de un nuevo orden económico internacional. Es necesario crear en los planos nacional e internacional condiciones adecuadas para la promoción y protección plenas de los derechos humanos de individuos y pueblos. Pero no debe servir de justificación para la no realización o vigencia de los derechos humanos el hecho de que exista un injusto orden económico internacional. En todo caso estamos ante dos exigencias que habrán de cumplirse paralelamente, que si bien están relacionadas entre sí, ninguna de ellas constituye un requisito previo para la realización de la otra. Una es la necesidad de modificar el actual orden económico internacional para convertirlo en uno más justo y, otra, la necesidad de promover y proteger los derechos humanos y las libertades fundamentales en cada uno y todos los países. En este contexto el respeto de los derechos humanos habrá de considerarse como un fin en sí mismo y como un medio indispensable.

Ciertamente, el fin del Estado debe ser el bien común, que no consiste sólo en el “orden externo”, ni es equivalente a la suma de los bienes particulares, sino que implica “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección (…) A la mera existencia de bienes exteriores y objetivos, añade un elemento organizativo, esto es, un ordenamiento de la sociedad que permita efectivamente el disfrute de dichos bienes por parte de todos los miembros”3

Pero del bien común no es responsable sólo el Estado, cuya razón de ser es su obtención, sino también, y en su medida, cada uno de los miembros de la comunidad. Una Constitución debe reconocer y asegurar los derechos de las personas, cuya fuente no es el Estado sino la misma dignidad humana, pero también debe declarar sus responsabilidades y deberes en modo que contribuyan a su propio perfeccionamiento. No caben dudas que los derechos básicos -tanto civiles y políticos, como los sociales y económicos- ponen en claro cuáles son las condiciones mínimas necesarias si las instituciones sociales han de respetar la condición humana, la solidaridad social y la justicia. Estos derechos son esenciales para la dignidad humana y para el desarrollo integral de los individuos y de la sociedad. Deben ser considerados como eje ordenador de los sistemas económicos, sociales y políticos. Se debe tener muy presente entonces -y darle vigencia-, que en nuestro país el código constitucional instituye como objetivo y al más alto rango normativo: el “desarrollo humano” y el “progreso económico con justicia social”. 

  1. Conf., George Burdeau, “La Democracia”, Ediciones Ariel, Barcelona, 1970, pág. 28 ↩︎
  2. George Burdeau, ob. cit., pág. 6 ↩︎
  3. Conferencia Episcopal Argentina, “Iglesia y Comunidad Nacional”, 88-89, invocando el Concilio Vaticano II, en su Constitución Pastoral “Gaudium et Spes”, Editorial Claretiana, Bueno Aires, 1981, Véase también Nº 90-91. ↩︎
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